Mis padres me habían prometido que me regalarían una por
mi cumpleaños, pero ya tenía cinco años y la bici no llegaba nunca. Mi madre no
trabajaba. Ayudaba a la Juana,
la peluquera del pueblo, cuando ésta se lo pedía y mi padre se dedicaba a cuidar
las tierras de un hombre rico. Faltaban siete días para mi cumpleaños y todos
los días, antes de irme a la cama y al levantarme le hacía a mi madre la misma
pregunta. Mamá, ¿me regalaréis la bici este año? No sé, hijo, contestaba ella.
Llegó el día. Mis padres me habían preparado una fiesta modesta a la que habían invitado a mi familia y a mis amigos del colegio. No hay muchos regalos, pensé. Pero faltaba mi abuelo y el suyo solía ser el mejor, el que más me gustaba. Era ebanista. Mimaba tanto la madera que hacía cosas increíbles.
Normalmente, me daban los regalos después de la merienda, con la tarta. Pero ese día, mi abuelo me hizo un gesto y nos fuimos a la cocina. Quería darme su regalo y no podía esperarse. Sabía que me iba a hacer tanta ilusión que prefirió jugarse una reprimenda de mi madre. Quería disfrutar viéndome la cara que pondría cuando lo abriera. Ser cómplice de mi ilusión. "Venga, ábrelo, te va a encantar". Era un paquete gigante. Estaba envuelto en papel de periódico. En cuanto quité parte del papel, vi que era la bici con la que tantas noches había soñado. Era de madera, de una sola pieza, sin pedales, sin ruedines. Gritando de la emoción, correteé hasta el salón, donde estaban todos los invitados. "Ya tengo bici, ya tengo bici. Gracias, abuelo. Eres genial".
Normalmente, me daban los regalos después de la merienda, con la tarta. Pero ese día, mi abuelo me hizo un gesto y nos fuimos a la cocina. Quería darme su regalo y no podía esperarse. Sabía que me iba a hacer tanta ilusión que prefirió jugarse una reprimenda de mi madre. Quería disfrutar viéndome la cara que pondría cuando lo abriera. Ser cómplice de mi ilusión. "Venga, ábrelo, te va a encantar". Era un paquete gigante. Estaba envuelto en papel de periódico. En cuanto quité parte del papel, vi que era la bici con la que tantas noches había soñado. Era de madera, de una sola pieza, sin pedales, sin ruedines. Gritando de la emoción, correteé hasta el salón, donde estaban todos los invitados. "Ya tengo bici, ya tengo bici. Gracias, abuelo. Eres genial".
Desde aquel día, no me separé de ella. Crecí. Ya no fue mi abuelo quien me regaló las siguientes bicicletas, pero gracias a él descubrí un sentimiento de libertad al que no quería renunciar jamás.
Y aquel día mágico en el Mercado de San Antón continuó en La Bicicleta, un bonito cycling café para los amantes de las dos ruedas, que evocó en él recuerdos de su infancia, como aquel día en el que su abuelo le regaló su primera bici.
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