No sé si os lo habré dicho en alguna ocasión, pero me declaro soñadora. Soñadora nata. Dormida y despierta. Quizás, más despierta que dormida. Le pese a quien le pese, me encanta soñar. No solo el verbo, también el sustantivo. Y como bien decía Calderón de la Barca, "la vida es sueño y los sueños, sueños son". Como buena soñadora, uno de mis rincones preferidos de la casa es la habitación y dentro de ella, la cama. Un lugar donde duermes, sueñas, compartes, remoloneas los domingos y, con un poco de suerte, hasta desayunas. Con o sin diamantes, desayunar en la cama, siempre es un buen plan.
Es un espacio
íntimo, personal, donde cada pequeño gran detalle cuenta. He de confesar que
hasta no hace mucho tiempo, odiaba los cabeceros. Allá donde iba, los quitaba.
Nunca los he encontrado útiles. Aunque, como me dijo mi casera Pepi en una
ocasión, "evitan que se manche la pared, niña". ¿De qué?, pensé. Da
igual. Tiquismiquis aparte, al grano. Resulta que ahora, me gustan. Y mucho. No
sé si será algún tipo de síntoma extraño de madurez o simplemente que he dado
con unos cabeceros requetebonitos. Aunque espero que os gusten, ya sabéis eso
de para gustos, los colores, ¿no?
Si soñar es ver la vida de otro modo, ¿quién pude resistirse a soñar en lugares tan bonitos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario