Conquistan los cinco sentidos. Enganchan por su nombre, sorprenden por su belleza, embriagan por su olor, seducen al tacto e incitan al gusto. Al buen gusto. Porque de comer, poco tienen.
Son las suculentas. Unas plantitas que deben su nombre al Latín, suculentus, que significa 'muy jugoso'. ¡Ellas sí que son jugosas! Sus hojas son gruesas, lo que las permite almacenar grandes cantidades de agua y sobrevivir en ambientes secos. No es que esté pensando cultivarlas en el desierto, pero el que sean puras supervivientes las convierte en las plantas perfectas para quienes no se acuerdan de regarlas muy a menudo. Y la menda, se da por aludida.
No suelen ser muy grandes, por lo que no hace falta tener una mansión. Y si eres un poco apañada, puedes decorar las macetas en las que plantarlas y hacer de ellas auténticas piezas de diseño (low cost, eso sí).
Estas son algunas de las más bonitas suculentas que he encontrado en mi particular e inagotable fuente de inspiración, Pinterest. ¡Bendito Pinterest!
Hacer labor, como suele decir mi abuela, es algo propio del invierno. Al menos, para mí. No soy capaz de ponerme a tejer en pleno mes de agosto. ¡Qué le vamos a hacer! Pero debo ser la única porque ya he visto en Instagram alguna que otra foto de chicas (muy monas todas ellas) haciendo punto en la playa, en la piscina o incluso, en la cubierta de un barco. Postureo del bueno. Del que te hace pasar hasta algo de envidieja. Y no voy a negar que me gusta, pero chica, no me veo.
No sé si será porque este verano no voy a oler las vacaciones, pero estoy deseando que llegue octubre y su fresquito para hacer algo con trapillo. La técnica es la del ganchillo o crochet, pero en lugar de utilizar hilo, se hace con trapillo y con una aguja bastante más grande de lo normal.
El trapillo son tiras de algodón que salen de los excedentes de las fábricas textiles o que bien, haces tú misma en casa reciclando camisetas. Se vende en bobinas y con él, puedes tejer de todo. Alfombras, maceteros, cestas, tapetes, revisteros, fruteros... ¡Lo que se te ocurra!
En mi caso, primero tengo que recordar cómo se hacían los puntos básicos del ganchillo, como la cadeneta, punto bajo, punto enano, extendido, medio alto, alto y doble. ¡Casi nada! Ay abuela, por qué no prestaría más atención cuando me entretenías haciendo ganchillo hace ya unos cuantos años.
Nunca he estado en el Himalaya. Tampoco lo descarto. Nos gustan las cumbres, sentir la libertad que te confieren las montañas. Dejarse llevar. Respirar aire puro. Disfrutar de la inmensidad del mundo. Tan grande y a la vez tan chico. Recrearnos explorando paisajes que jamás hubiéramos imaginado. Subir. Bajar. Llenar nuestra mochila de experiencias. Juntos. Solos. Fantasear con próximos destinos. Nepal podría ser uno de ellos. Tiene magia. Poder de seducción, de atracción. Quizás sean sus banderas de plegaria. Esos rectángulos de color blanco, amarillo, rojo, azul y verde, en representación a los cinco elementos (agua, tierra, fuego, espacio y aire), en los que los budistas escribían sus plegarias y los colgaban a modo de banderines en los pasos montañosos y picos, creyendo que les protegían.
Adoro las leyendas. ¡Ojalá algún día podamos comprobar si protegen o no! Aunque sin haber ido, estoy convencida de que sí. Mientras, en un tono mucho menos espiritual, os declaro mi pasión por los banderines. Cuadrados o rectangulares. De tela, eso sí. De flores, rayas, círculos, estampados o lisos. Para decorar una fiesta o cualquier rincón de la casa. Y si los haces tú mismo, que hoy la cosa va de DIY's, mejor que mejor.
Lo había visto en Pinterest, como casi todo. ¡Bendita fuente de inspiración! Fue flechazo a primera vista. Eso sí, hasta que me he puesto manos a la obra han pasado meses. Tantos, que hasta se ha colado por el medio una mudanza. Llevo unas cuantas. Me gustan. Son tiempo de cambios y como bien dice La Mari de Chambao en una de sus canciones, "en el cambio está la evolución". Y vaya si lo está. ¿Para bien o para mal? El tiempo lo dirá. De momento, tan feliz. Y con este nuevo proyecto DIY, un poco más.
Pinterest consiste en eso. Para mí. En buscar, ojear, guardar e ir apuntando ideas molonas en la lista de tareas por hacer. Y reconozco (que no me oiga mi chico, porque no pasa ni un día sin que me lo recuerde) que estoy un pelín enganchada. Ojalá pudiera hacer todo lo que veo. Pero no. Ni tengo esos salones, ni esos jardines de película, ni esas cocinas, ni tantos espacios vacíos por decorar... Lo que sí tenía era un baño sin armarios y pelado de estanterías. No porque estuviera sin amueblar, sino por falta de espacio. Así que llegó el momento. Por fin iba a poder copiar las cestas colgantes que había fichado tantos meses atrás. Una para mí, otra para él y otra... para las toallas enrolladas, que también lo había visto en Pinterest y quedan rechulas.
Fue fácil. Compramos las cestas en la tienda Casa, la cuerda y los enganches en La Labradora, una de esas ferreterías de toda la vida que nunca defrauda. Bastaron dos taladros, arreglar un pequeño desaguisado en un azulejo y listo. Ya teníamos nuestras cestas colgantes.
Se
llama Conchi. Tiene taitantos, como le gusta decir a ella. Es castaña, de
mediana estatura y de caderas anchas. Leísta, como los buenos vallisoletanos.
Se pone muy nerviosa cuando sus hijos no le cogen el teléfono y llama
insistentemente una y otra vez como si fuera a acabarse el mundo. Incluso le
dice a su marido Alberto que lo intente él a ver si tiene más suerte. Como ella
detesta la tecnología y no quiere saber nada de smartphones, ni mucho menos de
what’s app, es él quien tiene que “ponerles” un what’s app a los niños para que
hagan el favor de cogerle el teléfono a su madre o devolverle la llamada.
Es
familiar. Adora a los Arias. Es una de ellos, La Calis. Segunda matriarca, me atrevo a decir. Feliz cuando reúne
a los Mallol Arias. A los tres. Un rato. Dan mucha guerra y ya ha perdido la
costumbre. Eso, que ya les tiene creciditos.
Cuando
discute, se calla. Y ya le dice su hermana, La Marga, que si piensa que es más
guay por callarse, que cuando las cosas se dicen con educación, bien dichas
están. Ni por esas la convence.
Sincera.
Atenta. Discreta. Persuasiva. Tanto, que es capaz de vender con éxito vino del
Penedés en pleno corazón de la Ribera del Duero.
Presume
de cómo le sale la tortilla de patatas. Y bien puede hacerlo. Hasta su yerno,
un cocinero de postín, se relame cuando la come. Le encanta su pueblo,
Alcazarén. No es para menos. Allí pasábamos los veranos y qué veranos. Villa
Conchi es para ella un cortijo. Y no lo es. Pero a la mujer le hace ilusión.
Es
creyente y practicante. Bueno, en verano. Cosas de los pueblos. O de las
ciudades, porque su madre, La Conce, bien va a misa de nueve todos los días
esté donde esté. Lo suyo es raro. Los kiwis le parecen preciosos y hasta dice
que le gustaría reencarnarse en uno. Cosas de cristianos. O no, más bien.
Le
encanta ir a andar por el Esgueva. La playa vista bajo la sombrilla porque
no le gusta tomar el sol y rara vez la verás en el agua. Ella es más de secano.
Disfruta
viajando. Dónde sea. Y todavía está esperando a que su hija la mayor la lleve
al Taj Mahal con el primer sueldo de enfermera como la prometió. Han pasado ya años, pero ella no pierde la ilusión.
Soñadora.
Como su hija la del medio. Quizás más racional, como la mayor. El pequeño es
como el padre.
Es
fan de Serrat. Su canción preferida es ‘Lucía’, como se llama una de sus hijas.
Quien escribe estas líneas. Y lo hace porque cree tener la mejor madre del
mundo.
Gracias mamá por todo lo que haces por nosotros. ¡Te quiero!